lunes, 11 de octubre de 2010

Un paquete

El bar donde Henry toma whisky barato y fuma parece dibujado con tinta china. Está sentado a la ventana, lleva sombrero blanco con cinta negra. Apenas puede levantar la mirada del vaso. De su boca salen gruesos espasmos de humo. Está por largarse a escribir o a llorar.
Vive en París. Mona lo ha dejado con altura: puso en un su mano algunos dólares y un boleto para el próximo barco. "Ve y hazte un Dostoievsky. Adiós". Llegó despachado al viejo continente casi como un paquete, y le gusta pasear por las callejuelas lluviosas de la capital mundial de la literatura su moño colorado, como en carne viva, como un tajo, como la corona de un deshauciado empaquetado y jorobado. Una broma de mal gusto.
Henry sabe que no puede quejarse: ella lo liberó, le abrió las puertas de su mirada plagada de ternura y allí se zambulló aún a riesgo de embarrarse, porque desde siempre supo qué hubo detrás de esos ojos que no puede dejar de ver, aún del otro lado del océano. Va a escribir algo como "nunca supe que hay detrás de esos ojos".
Antes de Mona hubiera tenido suficiente con dormir una sola noche a la interperie. Eso está pensando cuando alza la vista y mira la calle. La libertad a la que Mona lo condujo se traducía en la insensatez con que estaba dispuesto a amar a cualquier precio. Un atizbo de paz, a veces, de vez en cuando, apenas un poco, un silencio, una imagen nueva, diferente, le despierta un sentido de la ubicación.
El resto le sigue dando vueltas. Llama al mozo, que llega con otro trago. Se dice que igual cruzaría a nado el atlántico para tocarla por lo menos otra vez. Hasta se haría cura.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El moño en la oreja.

Camila se puso un moño en la oreja, se pintó las uñas de negro y salió a escena con su vestido rojo de siempre, ajustado en las tetas. Afuera soplaba un viento frío y violento. Adentro el humo y las luces cálidas relajaban los cuerpos. Temblaba de fiebre y aún así cantó como nunca la había oído cantar, haciendo emerger su voz como un rayo grueso surgido desde la cavidad más honda del abismo de su pecho. Cantó con una voz en pasado, como si en ello estuviera hablando de su vida, explicándolo todo: la madre de todas las voces con las que supo cantar. La amé más que nunca. Temblé con ella, suspiré de fiebre. Era al fin una artesana de sí misma, había logrado hacerse su propia escultura. Su cuerpo estaba ahora centrado en su voz, ubicado en las coordenadas precisas del universo. Ahora ya no importaba nada. Estaba cantando desde el pasado, desde una caverna vieja de la que había escapado, y a la que ahora le cantaba con ternura, decidida a avanzar cada vez más lejos. Brillaba tanto que obligaba a entrecerrar los ojos encandilados, pero uno la seguía viendo: hacía emerger en los otros ese mismo sentido que ella ya había pulido y desarrollado con hechizos de bruja.
Se había puesto un moño en la oreja. Eso ya hablaba a las claras de lo que quería decir. No había forma de resistirse a empezar a desvertirla por la oreja, con la boca, mordiéndola suavemente y entregado a esperar que su pelo negro cantara también y pudiera entonces pasar cualquier cosa. Ese moño era el nuevo emrbujo que pensaba perpetrar. Su canto se había vuelto una excusa, un engaño vil.
Antes que terminara, me fuí. Sus merengues y boleros se me hacían cada vez más intolerables. Me dolían de una manera especial, como si hubieran tocado un punto secreto y vacío en mí, que no me había animado a ver hasta esa noche. No me hizo llorar. Me hizo entender. Me fuí y el concierto iba a seguir, su voz ya le pertenecía al mundo y un tren me esperaba a la mañana siguiente para irme muy lejos de allí.

jueves, 15 de julio de 2010

Qué será de Analía.

No recuerdo el rostro de Analía; sí su pelo espeso y enrulado, largo, pegajoso por las golosinas, y la recuerdo como mi chica de la primer infancia, con su bufanda bordó a cadritos y cubierta por una campera deportiva azul, pedalendo en su bicicleta, enorme para mi altura. Y recuerdo cómo yo pedalaba con rabia mi cuatriciclo, lento, pesado y diminuto, para poderle ver la cara, corriéndola siempre desde atrás.
Analía era fea. Nos dimos un piquito, creo, pero ese detalle es intrascente, porque ahora que trato de recordarla y escribirle sé que la he besado, aunque lo invente. Tenía muchas pecas rosadas, pero no llegaba a dar el tipo de las pelirrojas. Supongo que hoy, crecidita, tendrá esa misma piel blanca como la leche que en mi recuerdo quedó marcada por las tardes de invierno, el aslfato gris del barrio triste del conurbano donde crecimos, lleno de hojas secas y viejos asomados a las ventanas.
Los viejos tenían su mate y a nosotros, que tal vez reíamos y con seguridad gritábamos por las sorpresas que cada esquina nos preparaba sobre ruedas; y nosotros teníamos a los viejos que nos miraban, obsesivos, detrás de las cortinas, a Analía con sus piernecitas tiernas y su pelito aniñado, y a esa futura pija nueva que era otro machito como yo, a punto de mandar al diablo mi medio de transporte de plástico, para pasar a los fierros fríos de bicis cada vez más grandes y posteriormente al trabajo duro. Todos éramos una gran familia, la de los vecinos de las calles de la estación de trenes.
Los viejos le mirarán ahora las tetas; Analía nunca se fue del barrio, tengo entendido. Imaginarán debajo de sus ropas pezones duritos y rozados como sus pequitas de antes, coronando dos tibias corazas de piel blanda y blanca y lechosa que se desborda del sostén como un asmático buscando aire; pensarán, los puedo adivinar, que no hubo ni habrá por esos laberintos de la vida en forma de barrio tesoros más bellos e inalcalnzables, por los cuales entregar la vida a cambio. Los puedo ver soñar en la vereda, sus ojos fijos y delatores, con vestirse de Colón y conquistar ese par de paraísos prohibidos, y meterse nuevamente adentro para calmar la erección de la misma forma que yo lo hice recién al pensar en Analía, la de las tetas rubíes y rulos espesos.
Las vías del tren tampoco se fueron. La locomotora retumba en las paredes de las casas cada 15 minutos, igual que siempre, desafiandolos a ellos, demostrándoles que hay cosas que en serio nunca mueren, ni nacen, que están ahí antes que el barrio de toda la vida y que uno se muere antes de ver y escuchar otro medio de transporte. Yo caí a la vida, o broté o me desterraron de la nada a ese lugar del mundo tan real, con los viejos, el tren, Analía, las bicis, las calles tristes, las ventanas, los asombros, con una precisión que me asusta. Tanto, que lo único real siempre fue Avallenada, ese pedazo de realidad en esa precisa coordenada del tiempo y la vida, que se desvanece a cada paso, a cada libro, trago, temor, a cada ternura entregada a la muerte y sus conquistas. Eso de lo que nunca me he despedido en realidad, aunque escriba todo esto, su recuerdo, y las tetas de Analía y todo lo demás.

lunes, 28 de junio de 2010

Nazareno Cruz, el lobo y la pasión populista.

“En ese momento eran todas mezquindades”, reflexionó un nostálgico Leonardo Favio algunas décadas después acerca de los convulsionados años setenta en Argentina. Nazareno Cruz y el Lobo, su película más taquillera, se estrenaba en 1975, en medio de los tiros que marcaron a toda una generación de cineastas, poetas, escritores y periodistas atravesados por el fuego del compromiso, la renuncia, el exilio y la muerte. Y se proponía, según sus propias palabras, llevar algo de paz a los cuerpos y conciencias en armas, con pocas probabilidades de éxito. “Es una película que parte de mi ingenuidad, de haber pensado que enviando mensajes se iban a poder apaciguar los ánimos”, dijo.
Época de lenguajes de guerra y sangre, hablada en su totalidad por la inminencia de la utopía o la tragedia; época en la que el arte era uno de los campos de batalla en donde se disputaban los sentidos de uno u otro destino. Época para un film como Nazareno, concebido para intervenir en esa contienda bajo la forma de un cuento de hadas, donde la ciudad que albergaba a las guerrillas deja su lugar a una tierra de hermosuras naturales y vida campestre, y donde los sujetos no son históricos sino míticos. Un film que Rucci hubiera amado, de haberlo visto. Lástima, para Favio, que su película no llegara a los ojos de la vanguardia armada antes que las contradicciones de su amado peronismo hubieran estallado de tal forma.
El cineasta traza y vindica una épica de y para trabajadores. Nazareno, a la manera del trabajador concebido desde el peronismo, suda los mil sudores por el sol que cruje su espalda de desdichado séptimo hijo de familia pobre. Y, cuando no vuelve a casa después del trabajo, por esos embrujos de la luna llena y el amor, se transforma en un temible y oscuro lobo: se transforma en su propia condena. El lobo del hombre. Relato similar al que la dictadura genocida puso en marcha, a través de todo el arsenal de la industria cultural y los medios masivos a su disposición, para perseguir a la subversión: ¿sabrá la madre de Nazareno que hace su hijo cuando no está en casa?
Nazareno, séptimo hijo y cabecita negra, pobrecito, paga haber elegido el amor antes que la codicia y el oro. Pero nunca logra entenderlo. Nunca entiende el pobre descamisado el origen de semejante imposibilidad que el destino ha elegido como forma de burlarse de él. Son fuerzas externas que no puede manejar. Nazareno es un sujeto explotado por la vida, pero lejos de rebelarse, jamás se propone adentrarse en las incógnitas que hacen a su tragedia. Se limita simplemente a padecer: con los pequeños instantes de amor y contemplación de Griselda es más feliz que cualquier otro hombre sobre la tierra. Nazareno se resigna ante la muerte, no la combate.
Allí, la intención de la película: no vale la pena morir por un ideal, por destruir las causas de la opresión y la infelicidad impuestas, sino solamente por el amor a una mujer, vivido, además, a la manera de los pobres. Toda otra forma de amor, sea a la humanidad toda o a una forma de imaginar y construir otros futuros, queda impunemente velada.
El personaje mítico-gauchesco-peronista de Favio ama a Griselda de una manera total: ella es la razón de su vida, su única y total pasión. Desde la enunciación, el narrador aparece tan hipnotizado con su historia como el propio Nazareno con su amada. Es un narrador para nada crítico, absolutamente embelezado, abstraído. Otra forma de anular la conciencia. Y el “pretexto”, como lo describió de manera magnífica Enrique Raab desde una crítica periodística de época atravesada por el marxismo, es el folklore, “para proponer el inmutable y edulcorado mundo de la pobreza como el mismo paraíso, un territorio que el hombre nunca debiera abandonar”. El mito gaucho, de raíz popular, lo sumerge a Nazareno en su salvación y martirio al mismo tiempo, y el narrador no hace más que celebrar su belleza, ocultando toda posibilidad de escape. Para el cineasta, una lágrima en la mejilla de su personaje es comparable con la contemplación de un ocaso en el mar o un torrente de agua salvaje.
Favio aparece enamorado de esas formas culturales de amar propias de la opresión, melodramáticas, influenciadas por las novelas del mediodía, en las cuales el amor de un pobre (hombre o mujer) está dirigido a un rico (hombre o mujer), y su concreción es un milagro de telenovela. Algo que, por demás estaba decirlo incluso en aquellas épocas de una cultura contestataria, de izquierdas, Adorno y la teoría crítica de la escuela de Frankfurt habían condenado como expresiones de dominación ideológica, que reducían al hombre a una barbarie de consecuencias nefastas. Además, esas formas de conciliación de clases (populista) no se daba (no se da) en la realidad. Eran (son) sólo posibles en los enredos pasionales mexicanos o en un mundo mítico. Nazareno, como un Mesías, tenía la posibilidad ante Dios de reparar las distancias entre el bien y el mal en la tierra, categorías indeseables para el director. Veamos lo que expresaba: “Esa película se gestó cuando en el país se desarrollaba esa enorme lucha por saber cuáles eran los buenos, cuáles eran los males. Todos se debatían pensando si el peronismo, si la izquierda, si la derecha... El que elegía el amor estaba perdido”. Para Favio, sólo un elegido era quien podía acercar posiciones contradictorias e irremediables: Nazareno es su forma de resucitar a Perón después de su muerte. Y su propia forma de suplicar que “se dejen de tirar tiros por favor”, como lo hizo desde el palco en la masacre de Ezeiza, a través de la ficción.

lunes, 31 de mayo de 2010

Alguna noche de Hotel.

Queda apenas medio paquete de yerba porque alguien se olvidó de ir a comprar una buena cantidad de provisiones, muy necesarias para lo que se viene. Pero igual circulan cinco o seis mates lavadísimos aunque muy calientes, casi hirviendo, mientras la olla popular, el gran guiso de fideos varios, papas y zanahorias, va marchando. Se cocina lento pero seguro y un olorcito reconfortante invade el patio abierto y húmedo en el que se depositan los cuerpos hambrientos que van llegando. Hace un frío terrible, uno de esos fríos nocturnos a los que solo se sobrevive con calor humano.
Salgo (me mandan) a comprar yerba. De paso, me dicen, traete un par de atados, y si hay algún chino abierto todavía, los limones y el agua mineral para el equipo de salud, por si reprimen enserio. Me dan diez pesos.
Afuera está imposible. Viento helado y ninguna estrella en el cielo negro del barrio de constitución. Alrededor de la estación están los pibes del poxirrán, las dominicanas, los quiosqueros de merca, las ranchadas y los ratis de la seccional, y sobre todos ellos cae una noche tan cerrada que si no se los mira de cerca dan la sensación de conformar un amenazante desfile de sombras amorfas. Pareciera que esa misma penumbra les brindara protección, y tras ella se esconden los que ya fueron desalojados, por una u otra razón, por uno u otro medio.
El chino está cerrado, pero el supermercado Vea frente a la plaza me salva. De regreso, demoro el paso para encontrarme con algún compañero que todavía falta llegar, sin éxito. Cuando golpeo la puerta del hotel, me dejo aflojar por el olorcito de la cocción y el calor de los cuerpos que emana desde adentro, esperando ingenuamente que mi extensa caminata nocturna sea recompensada al menos con un abrazo. Pero no. Nelly no me abre la puerta hasta preguntar tres veces quién es. No sea cosa que la policía decida caer de sorpresa y se vaya todo al carajo. La noto más angustiada que nunca (Nelly vive migrando de un hotel a otro, perseguida por su marido bajo amenaza de muerte, desde que la encontrara en la cama con un vecino). Los de la comisaría confirmaron, me dice, mañana a las seis en punto vienen a desalojar. “Pasá que ya arranca la asamblea”.
Para llegar al patio, me encuentro esta vez con que hay que cruzar de costado y con extremo cuidado un estrecho sendero, trazado por las paredes del pasillo y un armario atravesado que haría las veces de barricada. Mientras se arma la asamblea, los nenes pintan casitas (de dos pisos) en las paredes. Los grandes comen el guiso de fideos y fuman sin parar. Están los tercermundistas de la parroquia, gente de otros hoteles del barrio y mis compañeros. Ninguno de nosotros, ni uno solo de todos nosotros tiene experiencia en resistir una toma. Todas las instancias legales posibles han sido abordadas y han fracasado. Por si acaso, tenemos palos de madera, cañerías rotas y escombros a manera de armamento. Tenemos, también, otras estrategias: la garrafa de gas y el matafuego son la excusa perfecta para atrincherarse, bajo amenaza de volar todo por los aires. Pero apenas estamos armados de necesidad los unos, y de algo que podría decirse amor o conciencia los otros.
La asamblea arranca a los tumbos. Al principio nadie quiere hablar. Hay un halo de solemnidad en las caras pálidas cortadas por el frío. Y muchas preguntas. Que si se está dispuesto o no, compañeros, a ir al frente ante la muy fuerte hipótesis de represión. Se está dispuesto, es unánime la decisión, no hay dudas de que esto que quedó de los viejos inquilinatos de los laburantes del siglo pasado, esta caverna o cucha de la clase, no se la vamos a entregar a ninguna empresa ni a ningún gobierno de turno. Los inquilinos asienten, de acá no nos vamos, dicen. ¿Adónde, sino? ¿A hacer cola por una cama con olor a mierda en el parador retiro? ¿Qué hacemos con los pibes? Y estamos todos de acuerdo en que, unos minutos antes de la hora fatal, hay que salir a la calle con los bombos y las banderas, los chicos y las madres, que nos filme la televisión, que enfoque los carteles que vamos a colgar de los balcones, que los compañeros de los balcones tengan los rostros cubiertos y los bolsillos llenos de piedras y que en planta baja, de la puerta para adentro, otros diez estén dispuestos a pudrirla si la primer línea de defensa es sobrepasada. Ese es nuestro plan: obstruir la violencia.
Finaliza la asamblea y recién son las tres y media de la mañana. Hasta las seis no queda otra que esperar. Me acurruco en el suelo entre dos compas –no hace mas de una semana que los conozco –y empiezo a buscar la forma de ordenarlo todo dentro de mi cabeza. De golpe siento incómodo la posición cucharita, algo me molesta en el muslo. Me palpo y entonces recuerdo aquella revelación que me provocó Roque Dalton: tengo los bolsillos llenos de piedras y una honda en el bolsillo de atrás. Y en unas horas voy a usarlas por primera vez.

sábado, 24 de abril de 2010

Esa noche nos llevaron

“Estábamos en vacaciones de invierno. No recuerdo bien qué hice ese día, aunque seguramente me la pasé estudiando: yo estudiaba mucho, siempre. Esa noche cenamos todos juntos: mi mamá, mi papá, mi hermana y yo.
Fue a la madrugada, cuando estábamos durmiendo. Se escucharon unos golpes muy fuertes en la puerta. Ahí me desperté. Alguien desde la puerta decía que salgamos, que si no salíamos iban a tirar la puerta abajo. Seguramente mi papá fue a abrir la puerta y lo golpearon. Entraron preguntando quién era Graciela, o algo así, no recuerdo bien. Revolvieron toda la casa y se la llevaron de los pelos. Antes, la habían encerrado en el baño un tiempo. Nosotros, en pijama, nos mirábamos sin hablar. Ya sabíamos qué era lo que estaba pasando.
Al rato salió caminando muy tranquila. Nos despidió a todos, uno por uno. A mí me dijo al oído que nunca me olvide de ella.
Pero los tipos se pensaron que me había dicho algo secreto, alguna clave secreta, entonces me agarraron a mí también. Mi papá dijo que a mi no me llevaban; que si no iba él, a mi no me llevaban a ningún lado. Entonces nos llevaron a los cuatro. Nos encapucharon y nos metieron en un camión. Fue todo bastante rápido. Les vi la cara cuando entraron, pero no puedo recordarlas. Cuando nos estaban por subir a la camioneta, tuve la sensación de que mi hermana quiso correr. Yo lo escuché; no pude verlo porque estaba encapuchada. Enseguida la agarraron de vuelta, creo. Ella gritaba que nos dejen, que no teníamos nada que ver. Y lloraba. Fue un segundo.
Incluso habían llevado a un vecino que se había despertado por el barullo y salió a ver qué estaba pasando. Pero lo largaron rápido. Dijo que no era de la familia. Le contestaron que si decía algo volverían a buscarlo a él también.
Vivíamos en la casa de San Vicente 495, en Avellaneda. Yo compartía el cuarto con Graciela, donde hoy está la cocina. Sé que mi hermana militaba en la juventud peronista. Pero como papá no entendía nada de política, en casa no se hablaba mucho de ese tema. Aunque ella siempre hablaba. En el cuarto colgaba fotos del Che y de los Beatles. Tenía un montón de libros -seguramente de política -que guardaba en el almacén de mi mamá, en una pileta, tapados. Mientras estuvimos secuestrados, el tío Néstor los quemó: tenía mucho miedo. Yo tenía 16 años y no me acuerdo de cómo pensaba ella, fue como si me borraran la mente. Recuerdo que cuando se dio el golpe, mamá le decía que se cuide. Ella contestaba que no pasaba nada. Yo creo que ella no nos cuidó. Me cuesta mucho perdonarla.
Puedo llegar a suponer que nos trasladaron a todos juntos a bordo de la misma camioneta. Pero no recuerdo ningún signo de que hubiera habido alguien más que yo. Es raro. Yo temblaba.
Durante una semana o diez días estuve encapuchada y tirada en una colchoneta. Hacía mucho frío y me tapaba con una manta. No podía ver nada con la capucha puesta. Tampoco podía escuchar nada, porque en todo momento sonaba una música muy fuerte. Gracias a las comidas tenía una mínima noción del tiempo: a la mañana me traían mate cocido. Al mediodía y a la noche, sándwich de carne. Me tenían en un cuartito chiquito. No podía estirar las piernas del todo. Por lo que podía percibir a pesar de la capucha, me daba la sensación de que el cuarto estaba situado en un lugar mucho más amplio, como un galpón, y con mucha gente. No recuerdo que haya dormido ni que alguien me haya dirigido la palabra. Pensaba todo el tiempo que me iban a matar; pensaba en cuándo me iban a matar.
Un día me vinieron a buscar. Me levantaron del brazo y me llevaron hasta una oficina horrible, con una mesa de metal en el medio. Dos tipos que estaban parados en la oficina me sacaron la capucha; pensé que me iban a matar. Les pedí por favor que no lo hicieran. Entonces me dijeron que me iban a largar. No puedo recordar sus caras. No estaban vestidos de militares. Por suerte no me tocaron ni nada.
Me largaron en barracas. Suárez y Hornos. Me dieron plata para tomar el colectivo. Tomé el 98 y bajé en el Parque Avellaneda. Ahí me levantaron unos vecinos que me llevaron hasta casa, pero en casa no había nadie.
Llorando, corrí a lo de mi abuela. Por suerte al rato llegó mi mamá. Sonó el teléfono y atendí. Era mi hermana. Dijo que no podía hablar mucho tiempo, pero que le habían dicho que a mi papá también lo habían largado y que pronto iba a volver.
Después supe, por un militar arrepentido, que estuve en la ESMA. Mamá estuvo un mes sin salir de la cama, así que tuve que dejar el colegio para mantener el almacén. Una tarde, mientras atendía, llegó un tipo al negocio que se presentó como uno de los soldados que nos habían llevado aquella noche. Dijo que se iba para córdoba, que no quería estar más en el ejército. Que estuvimos secuestrados en la ESMA, que a mi papá lo habían llevado al hospital, y que de mi hermana ni noticias.
No podíamos preguntarle más. No se podía en ese momento. Visitábamos todas las iglesias y las cárceles, nos decían que tal o cual cura podría saber dónde encontrarlos. La esperanza de que vuelvan estuvo siempre. De ella lo veíamos más difícil; siempre pensamos que al menos él iba a volver. Pero no.”

lunes, 5 de abril de 2010

Insomnio.

La imagen es súbita: tres segundos apenas. Aparece y se esfuma. Vuelve a alumbrarse y otra vez se escapa. M. la persigue en canzoncillos. A la quinta o sexta repetición de la toma, M. logra adivinar que se trata de una habitación. Muchos libros y cuadernos desparramados por el suelo. Paredes blancas, piso de madera. Luces muy blancas, centelleantes. Y otra vez la oscuridad.
Todo el lapso transcurre en silencio. Por momentos la pesadilla se potencia: es como si tuviera los ojos vendados. El corazón, oprimido, le late a mil. No hay miedo, es algo peor. Como si buscara a alguien en aquella habitación ajena, en aqúel espacio que no es de nadie y tal vez no exista. Pero no, otra vez las luces y el silencio y luego las sombras. No parece haber más que eso: libros, cuadernos, papeles desparramados, aire irrespirable, una cama tal vez. Pero nadie mas que M. en esa habitación.
Aunque no la ha soñado todavía, esa pesadilla se sucede todas las noches. Como una idea del vacío. Antes que logre soñarla, M. descubre sus ojos abiertos como dos lámparas, clavados en el techo. Apenas se asoma el sueño, igual que aquella habitación, acude el insomnio. Trata de no pensar. No puede: la escena vuelve, la habitación se ilumina. Trata de escribir. No puede: la escena se escurre de la memoria, la habitación vuelve a la oscuridad.
Entonces suena el despertador. Se supone que un día acaba de nacer, los pájaros cantan y los colectivos viajan llenos de gente. Pero otra vez, como la habitación del sueño, el mundo no dura más que unos segundos encendido, y se apaga. Los ojos se entrecierran. Pide volver a soñar, implora que aquél cuarto lo visite otra vez.
Como una imagen del vacío, como el día de los pájaros y el nacimiento del ruido de los colectivos llenos de gente, como un transitar la memoria de la noche, M. visita el mundo y el día como de noche espiaba aquella habitación de nadie, con los ojos vendados, en calzoncillos, medio muerto, encandilado por la luz blanca y las paredes blancas y el súbito morir de la luz, como la calma, como un suspiro del silencio que se prende y se apaga, se prende y se apaga.

jueves, 1 de abril de 2010

Instantáneas de Yavi.

Yavi. Al este de la Quiaca, los cerros envuelven un pedazo de tierra seca que ha quedado allí, al este, nombrado a un costado, como un lugar o pueblo o pedazo de tierra seca al que siempre se llega, siempre hacia el este. Mas al este, no hay nada más que Yavi.
Al oeste, está el mundo. La Quiaca con su terminal de tren abandonada, su comercio de pulgas, la frontera con Bolivia, un pequeño alboroto de ciudad, las casas populares construídas por Milagro Sala, pintadas piqueteras, calles asfaltadas, ruido; los remises que llevan turistas desde el mercado de pulgas hacia Yavi, tomando la ruta hacia el este. Y volviendo.
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Yavi es un pueblo en el que alguien puede suponer, sentado a la vereda de la única calle o avenida principal o boulevard de piedra, o bien recostado a la sombra de un árbol, que nunca nadie ha muerto atropellado en este pueblo, ni ha sufrido un accidente de tránsito más severo que irse de boca al suelo tras perder el equilibrio a bordo de una bicicleta sobrecargada de frutas o leña o papa o cualquier otra cosa que se necesite. Pero que uno nunca va a ser ese de la bicicleta accidentada: desde que uno llega como turista a un pueblo perdido que vive del turismo, es como el nuevo hijo único del lugar. Todo se mueve para uno. Los comedores improvisados en casas de familia, los hospedajes improvisados en las habitaciones detrás de los comedores; los almacenes abiertos desde muy temprano hasta altas horas de la noche, donde comprar desde fiambre hasta una damajuana; el único teléfono de todo el pueblo abierto desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche, que es sencillamente entregado a los visitantes sin chistar; los remises para llegar y para irse. Uno es dueño de elegir, es dueño del lugar. Lo que pide, lo tiene. No se sabe muy bien cómo sucedió, pero ha corrido la sabrosa noticia de que en Yavi se come buenos corderos. Entonces, los pueblerinos toman la ruta hacia el oeste, llegan a las carnicerías de la Quiaca en busca de cordero, y otra vez vuelven hacia el este para satisfacer los estómagos de franceses, yankis e incluso de los propios quiaqueños en vacaciones.
Yavi es entonces un pedazo de tierra o pueblo, como tantos otros, que es huérfano. Los que nacen allí lo toman como una prueba de fuerza, y no desean permanecer allí mucho tiempo. Los que lo hacen es por obligación, y desde hace tiempo planean la forma de escaparse como los presos, haciendo un boquete en el destino hacia el oeste o aferrándose a sus barrotes como en una toma, como una garrapata aferrada al cuero de un perro vagabundo y hambriento, a la espera de una solución obligada.
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En el mundo de la internet Yavi no ocupa más que una breve reseña en un portal turístico acompañada de fotos tan pintorescas como pretenciosas.
«A16 Km. al este de La Quiaca, por ruta asfaltada. Este pueblo, totalmente construido en adobe es un oasis en la aridez de la Puna. Sobre la ruta tradicional al Alto Perú, en 1647 instala su residencia allí el encomendero Pablo Bernardez de Ovando. En 1690 termina la construcción de una magnificente iglesia, consagrada a San Francisco, que podemos hoy admirar prácticamente tal cual era entonces. Sus líneas arquitectónicas son de gran sencillez y belleza. El púlpito, los altares y los retablos son realzados por una cubierta de oro a la hoja. Cuadros y notables esculturas en madera fueron traídas desde el Cuzco….»
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La calle que lleva al camping donde dormimos con un amigo durante cinco noches, se llama León Gieco. Supusimos que en su gira por todo el país, León habría dado un concierto en el pueblo, o dejado alguna marca histórica. Nos reímos de eso. Tal vez, todos los niños del pueblo sean sus hijos, bromeamos mientras llevábamos dos vinos rumbo al camping y yo pensaba seriamente y con tristeza sobre la tragedia del olvido. Era de noche y el cielo era inmenso y oscuro, estaba nublado y no se veían las estrellas ni la luna.
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Una tarde decidimos ir más hacia el este. La única forma de hacerlo era siguiendo el río. Se llegaba al río tomando a fondo el boulevard, que terminaba en una colina que bajaba empinadamente hasta desembocar en una roca gigante que daba la impresión de ser una cueva, o al menos eso pensé. Antes de emprender camino, entramos a un almacén a comprar agua mineral y unas frutas. El viaje iba a ser largo, si es que el este terminaba en algún punto. En la entrada del local había tres hippies o seres humanos extravagantes y muy, muy drogados. Eran dos chicas que hablaban con un acento caribeño y un chico que se comportaba como un chimpancé, emitiendo sonidos tipo "¡aoouh!, ¡aoouh!" y dejando colgar sus brazos y moviendo graciosamente su mandíbula. Los ojos les brillaban tanto que encandilaban, y su postura era mística. Una de ellas, rubia de trensas largas rastafris, dijo:
-Vamos a la cueva, chico. A vivir como en la prehistoria.
Supuse que era una invitación. Con mi amigo no supimos qué responder, o más bien no supimos de qué manera hacerlo. De verdad queríamos ir. Una cantidad impresionante de ideas dieron vueltas por mi cabeza sobre qué podría ocurrirnos con esos tres hermosos dementes, cómo vivir meses enteros a lo primitivo o simeplemtne unos segundos, cómo les haría el amor a lo primitivo también, en medio de aquél río que todavía no conocíamos y que ya estaba imaginando; qué drogas tomaríamos, formas de extinguir el este y, en medio de toda esa nube de pensamientos, cómo comunicarme con ellos desde la tierra.
Cuando me di cuenta, ya se habían marchado.
Días después, llegó al camping el muchacho-mono. Su rostro había cambiado. De aquella alegría aventurera del almacén, había mutado a una preocupación oscura. Preguntó si alguien había visto a dos muchachas con tono caribeño, mal vestidas o desnudas, que se habían ido río arriba hacia los límites de la realidad.

martes, 30 de marzo de 2010

Detenganme, detenganlos.

Nueve de cada diez lectores de la edición digital del diario Clarín, sobre un total de 16928 encuestados a esta hora de hoy (Martes 30 de Marzo, 10:30 AM), respondieron que están de acuerdo con el Proyecto de Ley del macrismo de volver más duro (otra vez) el código contravencional de la ciudad. La arremetida propone prohibir a los cuidacoches, limpiavidrios y manifestantes anticapitalistas, clasificados ayer en conferencia de prensa como "mafias" que generan miedo en la ciudadanía.
"Mafias". Nueve de cada 10 lectores aplaudieron. El diario apoyó. Los canales de noticias las presentaron esta mañana adornadas con laureles. Mi abuela, tomando mate conmigo, asintió con la cabecita. Mi tío, desde su camioneta, seguramente acompañó con un gesto similar los editoriales de los medios fascistas y sus periodistas serios. El portero encera el palier despreocupado. Otro vecino escucha Arjona a todo volumen. Un perro guardián le muerde la geta al técnico de la selección en su patio de barrio parque. "Mafias" es la frase del día. El peligro acecha de la puerta para afuera.
Yo puedo ubicar a varias de esas "mafias": sería un buen agente de la Metropolitana. Para empezar, yo soy miembro de una de ellas: concurrí, sin ir más lejos, a la marcha del 24 de Marzo con mi cara cubierta y un palo en una de mis manos. Quemamos (quemé) una bandera norteamericana frente a la legislatura porteña, a la cual también pintamos (pinté) con frases ofensivas y bombitas de pintura. Estamos (estoy) al margen de la ley. Soy Mafioso, y conozco a otro centenar de ilegales encapuchados y escrachadores de edificios públicos. Asociación ilícita: ¡Detenganme!
De la misma manera, conozco a varios de los limpiavidrios y cuidacoches del barrio de Constitución. Asiduamente nos encontramos cenando juntos en una olla popular que deriva en una asamblea, donde perpetramos atentados y asaltos comando a pobres viejitas jubiladas e indefensas sin importarnos lo que la opinión pública desee. Puedo hacer un legajo con sus nombres de pila, sobrenombres, rostros y, hasta (en algunos casos) con su prontuario delictivo: pequeños hurtos, disturbios en la vía pública, toma de inmuebles, portación de armas blancas, etc. ¡Deténganlos!
Pero es inútil. Mi aporte al bien común y al orden social sería ínfimo. La realidad es que hay cámaras por todos lados. En las esquinas importantes, en las sedes de la UIA y de la SRA, en Legislatura, en Congreso, en la SIDE, en los bancos, en las comisarías, en los edificios caros (el mío es uno de ellos), y ahora también en los nuevos coches ultracaros de la metropolitana. Todo está vigilado. Agentes encubiertos, pinchaduras telefónicas, servicios de inteligencia, comisarios, jueces y abogados, causas penales y allanamientos, cámaras fotográficas y fotógrafos a sueldo. Por todos lados.
Pero también hay vigilantes que no cobran sueldo. Es algo injusto, pues son los mejores. Sin ellos, las cámaras y robocops no podrían cumplir tan ardua tarea. Hicieron un excelente trabajo en la dictadura, por ejemplo, y ahora esperan ser reivindicados. De a poco. De hecho, demostraron su poder de presión votando en la encuesta de internet del diario Clarín. Mientras crecía, aprendí a tenerles más miedo que a las "mafias". Ustedes saben de quiénes hablo. Hasta las últimas consecuencias, elijo estar del otro lado. Antes que a Sinatra, prefiero a los redondos. ¡Mi confesión, ya sube!

lunes, 29 de marzo de 2010

Canción para los días de la vida (noticias del 29 de Marzo).

Los talibanes lanzaron un misil a la base norteamericana donde estuvo Obama,
¿Debe Carlitos ser titular en la Selección?,
Ricky Martin reconoció que es gay en una carta a sus fans,
La facturación de los shoppings cayó un 10 por ciento en febrero,
Shoppings: las ventas subieron 26% en febrero,
Crimen del profesor de gimnasia: 10 años de cárcel para dos adolescentes,
Sale a la venta el auto más rápido del mundo: llega a 414 km por hora,
Dos jóvenes murieron tras un violento robo y tiroteo en Almagro ,
Macri quiere prohibir a los "trapitos", los limpiavidrios y los encapuchados,
Sony vende a Time Warner casi todas sus acciones en HBO Latinoamérica,
Alemania: murió un adolescente en un peligroso juego de Internet,
El Papa defiende al Vaticano por los múltiples casos de pedofilia,
La comida chatarra genera la misma adicción que las drogas,
Intentarán recrear el Big Bang,
El "Japonés" García dio un portazo a la UCR y ya es un K a secas,
Tras los atentados en Moscú, Putin exige la "eliminación" de los terroristas,
Jujuy, una provincia bajo el poder de Milagro Sala,
En Real Madrid, Higuaín es grande entre los grandes,
Una testigo de la causa Brusa murió apuñalada,
Implantes penianos, una opción segura para la disfunción eréctil,
Tres siestas al día como terapia.

domingo, 28 de marzo de 2010

Cómo me gustaría morir

El astronauta mata en silencio al ordenador-dios de la nave que lo dirige por la odisea del espacio. Tiembla de terror. Se apresura a matar a la máquina, que le suplica perdón. Corre el futuro del 2001.
Se dirigían a Marte o a Júpiter, pero esa idea ya ha quedado descartada. No queda más que vagar por el espacio hasta que no haya más restos de aire o comida: hasta que la materia se agote, la vida misma se agote y no haya más remedio que morir. Desafiar a la existencia a miles de millones de kilómetros de la casa del hombre, extendiendo el brazo hacia el infinito.
Curiosidad periodística: a mediados de los setenta, la NASA realizó un experimento comunicativo con el mas allá, emitiendo RocknRoll Music de Chuck Berry desde un satélite. Se copiaron de las máquinas agresivas de Tarkovski, pensando que las estrellas bailarían como monos contentos y así entenderían la soledad de los monos tristes.
La otra noche, charlé con un amigo durante horas acerca de esto. Expresé que yo entendía la muerte como la película de Kubrick, que suplicaría hasta el último hilito de aliento por un segundo más, y me entregaría a la nada con un orgullo metafísico esplendoroso y altivo, que me negaría hasta el final a no existir. Él respondió que yo era un boludo. Que él quería morir en la tierra, haciendo el amor con su chica. De un ataque al corazón. Pum, y chau. Más fácil. Otro cuerpo aguardaría su alma en la tierra para volver a empezar.
(Mi viejo, hará diez años, optó por la misma explicación cuando manejaba su camioneta hacia el trabajo. Yo, que tenía unos 10 o 12 años, iba en el asiento del acompañante. Dijo que querría morir sin darse cuenta, como de un tiro en la nuca o algo así. Un golpe seco que uno no prevee para nada, no duele, no da tiempo para percibirlo ni mucho menos para pensarlo. Entonces me puse a llorar y oculté mis lágrimas para que él no me viera: pensé que moriría chocando la camioneta. Quería abrazarlo, lo sentía de carne y hueso como una persona más, débil ante la vida y la muerte mientras manejaba. Hasta hoy me acompaña esa imagen horrorosa de la camioneta hecha sangre a un costado de la ruta, las cintas de peligro, la policía, mi abuela llorando.)
Mientras el humo de los cigarrillos invadía el living de mi amigo y las botellas de cerveza se iban vaciando, recordé el mini planetario que mi papá y mi mamá colgaron del techo de mi cuarto cuando era pequeño. Tenía todos los planetas con sus satélites, y en el centro el sol. Así aprendí que la tierra era el tercer planeta. Cada lunes, en el living -lo recuerdo tan vivamente que me da escalofríos- mis viejos veían La Aventura del Hombre después de acostarme. La voz del locutor hablaba de sequías, de animales matándose por comer en la zafra africana, de viajes al universo y de catástrofes en China, mientras la luz del televisor atravesaba la sala y llegaba de refilón a mi cuarto, ya oscuro, apenas iluminado por aquella tortura omnipresente. Mi espalda crujía en escalofríos constantes y no me dormía hasta que todo acabara.

Juan Gelman.

"tu pelo habrá crecido"
canto en mi soledad
y lo acaricio
CANTO, CÓLERA BUEY (1963).

(Sentir que no queda nada más que agregar. Sentir la inutilidad de las palabras es atroz en la necesidad de las palabras.)

Yo vivía en el bosque muy contento. Caminaba (con vos), caminaba sin cesar. Las mañanas y las tardes eran mías (nuestras). Pero un día, no sé qué día, una hora de un día en que culminaron las horas de otros días, me encontré de golpe solo en el bosque.

(Sentir la tarde como prisión. Otra vez la inutilidad del decir. Repetir me retumba en la tarde contra las paredes de la habitación. Tan pequeño y absurdo, repetir.)

Era de noche y, por supuesto, el bosque estaba a oscuras. Una extraña música de arpas y mandolinas viajaba por el viento. Muy lejos una fogata expandía sus colores y el humo me drogaba. Era la idea de la soledad, o algo parecido. Muchos hippies o seres humanos desvestidos y en procesión me hicieron un lugar. Antes de la madrugada pude dormir. Tu pelo habrá crecido, y el mío habrá ido a alimentar el fuego.

(Sentir que he de repetir tus perfumes y tus pieles. Que nada será nuevo en realidad. Una forma de despedir el miedo)

(Calor feroz. Brujería, canta otro poeta.)

sábado, 27 de marzo de 2010

Una foto de Robert Plant

Hay una foto de Robert Plant que me tiene obsesionado. En la misma el personaje principal tiene unos 25 años, pelo rubio y largo a lo vikingo, un pantalón ajustado que le subraya el bulto, un cinturón rockero, el pecho al aire. La foto fue tomada seguramente entre la finalización de un tema y el comienzo del siguiente, en algún estadio de Estados Unidos. Fue en el año 73. La foto es en blanco y negro.
Detalle: Plant sostiene en su mano derecha una paloma. En la izquierda, un cigarro y una botella de licor. Sonríe mientras mira la paloma, como asombrado de semejante ocurrencia de la naturaleza. Metáfora: la foto no era trucada, la paloma había volado hasta allí seguramente seducida como muchas otras por esa bestia de gritos histéricos y místicos y rebalsantes de testosterona.
Algo así me gustaría sentir: tan pleno en la vida que la naturaleza me convierta en una estatua, en un momumento de su creación. El macho total. El músico total. La juventud en mí. El futuro como algo poco peligroso, menos amenazante. La liviandad de la dicha. El destino: nacer en los 50s para tener 20 años en los 70s. Tocar en una banda de rock, cambiar la cultura, soltarse el pelo, desatarse la represión. Estar mirando el techo de un hotel en plena gira mientras dos groupies, esas fantásticas criaturas de dios salidas de un cuadro del renacimiento o una novela de Kerouac, te la chupan. Y que tus gemidos quedan en la CODA de un tema.
Allí no hay cargas pesadas en la conciencia. Allí, al menos en esa foto, en ese Robert Plant que no era todavía el que fue en los ochenta (mejor no hablar de eso), sólo hay imaginación. Suspensión de la vida en un instante mágico que dispara creación, interpretación de la creación, un eros liberado, en plena ebullición.
Quería decir esto, y que nunca me había animado a escribir algo sobre Zeppelin, una obsesión histórica de quien escribe. Quería decir esto: que si (P)Elvis inventó el sexo de los 60s y los Beatles lo profundizaron y resignificaron, zeppelin creó categorías nuevas: Zeppelin es cojerse a la vida misma. No se si nos gusta tanto su música como haberla creado y tocado nosotros en ese mismo recorte de tiempo y espacio de este azar que reparte pan para sólo algunos. He dicho.

Con cuidado

Me resulta extravagante la idea de un futuro sin vos. Extravagantemente trágica, como abrir los ojos al mundo en medio de un holocausto o una era postnuclear. Te presento mi costado denigrante, ciruja.
-Hola, que tal.
Pero me resulta aún más intolerable tu cara de pelotuda diciendome que ya no me amás. Me lo dicen tu cara, tu cuerpo, pero tu boca se lo calla. Cuida las fromas, como si buscara un remedio que sabe que no existe. Le da pudorcito; le tiene miedo al cáncer, quizás, pero no se esfuerza en evitar anidarlo. "No-te-amo-más". Son cuatro palabras. Cinco segundos, tal vez. Y pagar la cuenta, agarrar tus cosas y salir a tomar aire y volar. Estaría tan orgulloso de nosotros que sería capaz de volver a soñar con primaveras. Y volvería a escribir ficción.

Sintomáticamente.

Todos estos días me estuve preguntando si es que alguna vez, alguna otra vez, vamos a volver a compartir una cama. Pensaba en cómo sería. Seguramente resultaría tan torpe, apresurado, tosco, que me avergonzaría.
Pero enseguida concluyo que eso no va a pasar. Casi seguro que, si en algún momento una idea semejante se asoma a tu cerebro, una angustia intolerable recorrería todo tu cuerpo y se encargaría de desecharla rápidamente. Como náuseas que de a poco me van expulsando de vos.
Pienso también en mis manos. De tanta ansiedad, están como anudadas. Pienso en cómo estoy escribiendo, dando vueltas para no decir nada, evitando nombrarte, claro que sin lograrlo. Como si tu presencia tenue en mis palabras te devolviera a mí de alguna forma, como si pensar en vos, pensar en todas las cosas que te rodean, todo lo que a vos se asocia, tocarlas, decirlas, volverlas algo concreto fuera equivalente a tenerte.
Es graciosa mi enfermedad de estos días. A veces me digo también por qué no te vas con él que escribe mejor, coje mejor y es más intenso y misterioso. Sería una buena forma de abandonarme adonde pertenezco. Sería dar paso a la verdad subterránea de todo este desperdicio.

viernes, 26 de marzo de 2010

Contradicciones del 24

El populismo siempre me resultó estúpido. Santucho decía que era una enfermedad del campo popular, cuyo remedio era la ideología socialista. (Creo que) tenía razón.
El miércoles la plaza rebalsaba de un populismo sostenido en las abuelas y madres de plaza de mayo que acompañan al gobierno, dicen, por su obsecuencia en la persecución de represores en pañales, con cáncer y tubitos de aire en la nariz para poder respirar. Nunca como antes los Bussi y Videla son verdaderos dinosaurios. Una escoria humana, es cierto; pero la reivindicación del 24 de Marzo no debe quedar en mandarlos a Jurassik Park, y la ecuación es siemple: siempre estuvieron presos de su doctrina y su miseria, mas allá de leyes de perdón y decretos de impunidad. Bueno, eso no está mal: que Kristina persiga a la dueña de Clarín, que los escrache públicamente, y que antes haya derogado los decretos de Menem y también las leyes del carabobo radical de Alfonsín está muy bien. Viva Kristina, viva 6,7,8. Pero nada de eso conforma a la rebeldía.
Como cantaban mis compañeros en la plaza: "los 30 mil van a renacer, cuando la clase tome el poder..."
Yo creo que la escoria sabe que es escoria. La conciencia suele ser implacable. No perdona. A mí me cuesta escribir estas líneas sabiendo que mi tía, que militaba en la JUP y la mató la escoria, se enfrentaría duramente conmigo porque ella quería la vuelta de Perón. Era populista y yo creo que el populismo es estúpido. Pero no lo sé en realidad, eso es lo terrible. Nunca supe bien, nadie nunca me lo supo explicar, cómo pensaba mi tía. Si veía en Perón, al igual que Cooke, El Kadri y otros una vía argentina al socialismo, así como tampoco sé si pudo llegar a leer a Santucho o si el Roby le daba miedo. Nunca lo voy a saber. Lo único que puedo decirle desde acá es que la traicionaron, y que me gustaría tener algo de su valentía. Y que la quiero infinitamente, que no se equivocó. Me gustaría poder hablar con ella. La vida sería difenrente.
Así de implacable es mi conciencia conmigo, al punto que muchas veces me he replanteado mi militancia guevarista, y eso que (todavía) no sé cómo empuñar un arma. Los soretes humanos digo entonces, deben tener la conciencia destruída: están inhabilitados para ser felices ante los otros. Están muertos desde hace rato. En cierto modo los años los han puesto en su lugar, se acabó el acompañamiento al crimen y la sociedad se dió vuelta un día y encontró en Sábato, los dos demonios y Alfonsín una salida hipócrita pero cómoda para condenarlos. La justicia, entonces, va a llegar cuando revivan los que pueden hacerlo, los que murieron peleando. Entre ellos mi tía, aunque no vaya a ser como ella pensaba: la única salida para los pobres es la muerte del capitalismo. Ni Kristina ni Perón ni las organizaciones populistas quieren eso, y si lo quieren, si de verdad es así, se han equivocado tanto y pagado tan caro sus errores que es imperdonable que vuelvan a incurrir en lo mismo. El enfrentamiento será con ellos (con ella) también. Es duro.

jueves, 25 de marzo de 2010

Escribir y fumar.

Me subo a un auto. Lo pongo en quinta en tres cuadras. Llevo anteojos de sol. Soy norteamericano, rubio y pintón. Una morocha soñada que se parece a la del video de Aerosmith y no se puso bombacha esta mañana, va en el asiento de al lado. Subimos a la autopista, bajamos a la ruta. Su vestido floreado toma más sentido entre el paisaje que de a poco se va haciendo montañoso. En el estéreo suena Zeppelin, luego Pappo: los 70s siempre me acompañan. Soy escritor: acuden párrafos enteros a mi cerebro, que los guarda sin trabajo en mi memoria. Las montañas nos aguardan: será California, Europa del Este, quizás China. No tengo padres; murieron en un accidente hace años, cuando me volví un poeta maldito y adicto a la heroína. El auto es rojo. Descapotable. Fumo y no se me arruinan los pulmones.
(Te extraño, la puta madre, ya no sé cómo gritarlo, cómo hacerte aparecer.)

Sintaxis Totalitaria

Todo, en realidad, es cuento. Todo es inventado. Nada de lo que digo es nuevo, lo sé, pero lo experimenté hoy por primera vez al volver a casa luego de una jornada un tanto extraña. Comencé a darme cuenta que todo es cuento cuando bajé del colectivo que me llevaba a la escuela de periodismo, avisado de que un desalojo compulsivo a cargo del Grupo GEOF (de los servicios especiales de la policía, uno de los más duros) se estaba llevando a cabo y que mi presencia allí era, por alguna razón extraña pero que asumí de inmediato, inpostergable. Cuando llegué, comprobé que no era para tanto: tan solo se trataba de un común y corriente hallamiento antidrogas de los que suelen darse en el barrio. Como estaba cerca de casa y lleno de frustración por el tiempo perdido, decidí ausentarme a clase y abandonarme a vagar en lo que quedaba del día. Todavía no había cruzado por mi cabeza que todo es cuento, pero de a poco esa idea iba tomando forma en mi cabeza mientras avanzaba rumbo a casa cuadra a cuadra. Hacía un sol termendo y nada tenía mucho sentido.
Todos iban en auto en la ciudad, o caminaban pero hacia un objetivo concreto, preciso. Desprovisto de todo tipo de desperdicio. A eso iba: todo, todo en la vida, desde el sexo hasta los autos y caminar, funciona de acuerdo de una sintaxis.
Cuando por fin llegué, el ascensor estaba en el noveno piso, el último del edificio, de modo que decidí no esperarlo y subir a pie por las escaleras los dos pisos que me separaban de mi puerta. ¡La escalera, para mi sorpresa, también estaba hecha de acuerdo a una sintaxis impresionante! Imagínenlo por un momento: peldaños escalonados, uno detrás del otro, uno arriba del otro, que el hombre (o el perro en su defecto) suben uno a uno como tocando las teclas de un piano; como palabras sucesivas que alguien escribe en algún lugar perdido del mundo: una atrás de la otra, primero pensada luego escrita, que componen una oración y luego un párrafo y al fin un cuento, así como los peldaños componen un piso que conponen la intersección entre los pisos y finalmente uno llega al noveno piso. ¡Sintaxis!
Algo parecido, pasa con el tiempo: 60 segundos que conforman un minuto, 60 minutos dentro de una hora, 24 horas que pasan en un día. ¡Sintaxis, señores!
Alguno podría retrucar que puedo escribir, gracias a la sintaxtis castellana, "algo parecido con el tiempo pasa" en luegar de como lo hice: "algo parecido, pasa con el tiempo". Hay una coma que falta y un orden desordenado, y todo tiene sentido de todas formas. Con la escalera trastabillaríamos y con las horas estaríamos dentro de Viaje al futuro o algo parecido. Pero no quiero discutir esto.
El ejemplo, el único que encontré para contar que todo es un cuento fue que todo responde a un cierto orden relatado, relatado en tiempo presente. Todo responde a las relgas de la literatura. Todo es cuento. Nadie puede escapar a las horas o a las escaleras, ambas son obligatorias a pesar del ascensor o la televisión; nadie puede escaparle a un ordenamiento divino que nos barra, y que desde hoy he decidio llamar "Sintaxis Totalitaria". Este es un ejemplo más que claro, el mío: haber perdido un día más que sintáctico en una asintaxis que me obligó a escribir de acuerdo a la sintaxis de un autor que escribe cuentos y que lo leo en estos días. Se llama Paul Auster.
En la sintaxis de su vida, Auster en algún momento escribió sintácticamente sobre su padre, Sam Auster, un hombre muy sintáctico en el sentido de ordenado, coherente y cumplidor esposo y padre de familia, pero asintáctico de acuerdo a otros sueños que a uno se le ocurren sobre la vida. Entonces pienso en el propio autor: un tipo asintáctico, desordenado, algo desarreglado, algo vago, algo demente, prolífero diagramador de palabras, tanto como para evitar televisores o sueters o perros labradores o ascensores. Y pienso en Auster y en la sintaxis para no pensar en ella, porque pensar en ella me está matando. ¿Ven? todo, todo es cuento.