lunes, 31 de mayo de 2010

Alguna noche de Hotel.

Queda apenas medio paquete de yerba porque alguien se olvidó de ir a comprar una buena cantidad de provisiones, muy necesarias para lo que se viene. Pero igual circulan cinco o seis mates lavadísimos aunque muy calientes, casi hirviendo, mientras la olla popular, el gran guiso de fideos varios, papas y zanahorias, va marchando. Se cocina lento pero seguro y un olorcito reconfortante invade el patio abierto y húmedo en el que se depositan los cuerpos hambrientos que van llegando. Hace un frío terrible, uno de esos fríos nocturnos a los que solo se sobrevive con calor humano.
Salgo (me mandan) a comprar yerba. De paso, me dicen, traete un par de atados, y si hay algún chino abierto todavía, los limones y el agua mineral para el equipo de salud, por si reprimen enserio. Me dan diez pesos.
Afuera está imposible. Viento helado y ninguna estrella en el cielo negro del barrio de constitución. Alrededor de la estación están los pibes del poxirrán, las dominicanas, los quiosqueros de merca, las ranchadas y los ratis de la seccional, y sobre todos ellos cae una noche tan cerrada que si no se los mira de cerca dan la sensación de conformar un amenazante desfile de sombras amorfas. Pareciera que esa misma penumbra les brindara protección, y tras ella se esconden los que ya fueron desalojados, por una u otra razón, por uno u otro medio.
El chino está cerrado, pero el supermercado Vea frente a la plaza me salva. De regreso, demoro el paso para encontrarme con algún compañero que todavía falta llegar, sin éxito. Cuando golpeo la puerta del hotel, me dejo aflojar por el olorcito de la cocción y el calor de los cuerpos que emana desde adentro, esperando ingenuamente que mi extensa caminata nocturna sea recompensada al menos con un abrazo. Pero no. Nelly no me abre la puerta hasta preguntar tres veces quién es. No sea cosa que la policía decida caer de sorpresa y se vaya todo al carajo. La noto más angustiada que nunca (Nelly vive migrando de un hotel a otro, perseguida por su marido bajo amenaza de muerte, desde que la encontrara en la cama con un vecino). Los de la comisaría confirmaron, me dice, mañana a las seis en punto vienen a desalojar. “Pasá que ya arranca la asamblea”.
Para llegar al patio, me encuentro esta vez con que hay que cruzar de costado y con extremo cuidado un estrecho sendero, trazado por las paredes del pasillo y un armario atravesado que haría las veces de barricada. Mientras se arma la asamblea, los nenes pintan casitas (de dos pisos) en las paredes. Los grandes comen el guiso de fideos y fuman sin parar. Están los tercermundistas de la parroquia, gente de otros hoteles del barrio y mis compañeros. Ninguno de nosotros, ni uno solo de todos nosotros tiene experiencia en resistir una toma. Todas las instancias legales posibles han sido abordadas y han fracasado. Por si acaso, tenemos palos de madera, cañerías rotas y escombros a manera de armamento. Tenemos, también, otras estrategias: la garrafa de gas y el matafuego son la excusa perfecta para atrincherarse, bajo amenaza de volar todo por los aires. Pero apenas estamos armados de necesidad los unos, y de algo que podría decirse amor o conciencia los otros.
La asamblea arranca a los tumbos. Al principio nadie quiere hablar. Hay un halo de solemnidad en las caras pálidas cortadas por el frío. Y muchas preguntas. Que si se está dispuesto o no, compañeros, a ir al frente ante la muy fuerte hipótesis de represión. Se está dispuesto, es unánime la decisión, no hay dudas de que esto que quedó de los viejos inquilinatos de los laburantes del siglo pasado, esta caverna o cucha de la clase, no se la vamos a entregar a ninguna empresa ni a ningún gobierno de turno. Los inquilinos asienten, de acá no nos vamos, dicen. ¿Adónde, sino? ¿A hacer cola por una cama con olor a mierda en el parador retiro? ¿Qué hacemos con los pibes? Y estamos todos de acuerdo en que, unos minutos antes de la hora fatal, hay que salir a la calle con los bombos y las banderas, los chicos y las madres, que nos filme la televisión, que enfoque los carteles que vamos a colgar de los balcones, que los compañeros de los balcones tengan los rostros cubiertos y los bolsillos llenos de piedras y que en planta baja, de la puerta para adentro, otros diez estén dispuestos a pudrirla si la primer línea de defensa es sobrepasada. Ese es nuestro plan: obstruir la violencia.
Finaliza la asamblea y recién son las tres y media de la mañana. Hasta las seis no queda otra que esperar. Me acurruco en el suelo entre dos compas –no hace mas de una semana que los conozco –y empiezo a buscar la forma de ordenarlo todo dentro de mi cabeza. De golpe siento incómodo la posición cucharita, algo me molesta en el muslo. Me palpo y entonces recuerdo aquella revelación que me provocó Roque Dalton: tengo los bolsillos llenos de piedras y una honda en el bolsillo de atrás. Y en unas horas voy a usarlas por primera vez.