lunes, 28 de junio de 2010

Nazareno Cruz, el lobo y la pasión populista.

“En ese momento eran todas mezquindades”, reflexionó un nostálgico Leonardo Favio algunas décadas después acerca de los convulsionados años setenta en Argentina. Nazareno Cruz y el Lobo, su película más taquillera, se estrenaba en 1975, en medio de los tiros que marcaron a toda una generación de cineastas, poetas, escritores y periodistas atravesados por el fuego del compromiso, la renuncia, el exilio y la muerte. Y se proponía, según sus propias palabras, llevar algo de paz a los cuerpos y conciencias en armas, con pocas probabilidades de éxito. “Es una película que parte de mi ingenuidad, de haber pensado que enviando mensajes se iban a poder apaciguar los ánimos”, dijo.
Época de lenguajes de guerra y sangre, hablada en su totalidad por la inminencia de la utopía o la tragedia; época en la que el arte era uno de los campos de batalla en donde se disputaban los sentidos de uno u otro destino. Época para un film como Nazareno, concebido para intervenir en esa contienda bajo la forma de un cuento de hadas, donde la ciudad que albergaba a las guerrillas deja su lugar a una tierra de hermosuras naturales y vida campestre, y donde los sujetos no son históricos sino míticos. Un film que Rucci hubiera amado, de haberlo visto. Lástima, para Favio, que su película no llegara a los ojos de la vanguardia armada antes que las contradicciones de su amado peronismo hubieran estallado de tal forma.
El cineasta traza y vindica una épica de y para trabajadores. Nazareno, a la manera del trabajador concebido desde el peronismo, suda los mil sudores por el sol que cruje su espalda de desdichado séptimo hijo de familia pobre. Y, cuando no vuelve a casa después del trabajo, por esos embrujos de la luna llena y el amor, se transforma en un temible y oscuro lobo: se transforma en su propia condena. El lobo del hombre. Relato similar al que la dictadura genocida puso en marcha, a través de todo el arsenal de la industria cultural y los medios masivos a su disposición, para perseguir a la subversión: ¿sabrá la madre de Nazareno que hace su hijo cuando no está en casa?
Nazareno, séptimo hijo y cabecita negra, pobrecito, paga haber elegido el amor antes que la codicia y el oro. Pero nunca logra entenderlo. Nunca entiende el pobre descamisado el origen de semejante imposibilidad que el destino ha elegido como forma de burlarse de él. Son fuerzas externas que no puede manejar. Nazareno es un sujeto explotado por la vida, pero lejos de rebelarse, jamás se propone adentrarse en las incógnitas que hacen a su tragedia. Se limita simplemente a padecer: con los pequeños instantes de amor y contemplación de Griselda es más feliz que cualquier otro hombre sobre la tierra. Nazareno se resigna ante la muerte, no la combate.
Allí, la intención de la película: no vale la pena morir por un ideal, por destruir las causas de la opresión y la infelicidad impuestas, sino solamente por el amor a una mujer, vivido, además, a la manera de los pobres. Toda otra forma de amor, sea a la humanidad toda o a una forma de imaginar y construir otros futuros, queda impunemente velada.
El personaje mítico-gauchesco-peronista de Favio ama a Griselda de una manera total: ella es la razón de su vida, su única y total pasión. Desde la enunciación, el narrador aparece tan hipnotizado con su historia como el propio Nazareno con su amada. Es un narrador para nada crítico, absolutamente embelezado, abstraído. Otra forma de anular la conciencia. Y el “pretexto”, como lo describió de manera magnífica Enrique Raab desde una crítica periodística de época atravesada por el marxismo, es el folklore, “para proponer el inmutable y edulcorado mundo de la pobreza como el mismo paraíso, un territorio que el hombre nunca debiera abandonar”. El mito gaucho, de raíz popular, lo sumerge a Nazareno en su salvación y martirio al mismo tiempo, y el narrador no hace más que celebrar su belleza, ocultando toda posibilidad de escape. Para el cineasta, una lágrima en la mejilla de su personaje es comparable con la contemplación de un ocaso en el mar o un torrente de agua salvaje.
Favio aparece enamorado de esas formas culturales de amar propias de la opresión, melodramáticas, influenciadas por las novelas del mediodía, en las cuales el amor de un pobre (hombre o mujer) está dirigido a un rico (hombre o mujer), y su concreción es un milagro de telenovela. Algo que, por demás estaba decirlo incluso en aquellas épocas de una cultura contestataria, de izquierdas, Adorno y la teoría crítica de la escuela de Frankfurt habían condenado como expresiones de dominación ideológica, que reducían al hombre a una barbarie de consecuencias nefastas. Además, esas formas de conciliación de clases (populista) no se daba (no se da) en la realidad. Eran (son) sólo posibles en los enredos pasionales mexicanos o en un mundo mítico. Nazareno, como un Mesías, tenía la posibilidad ante Dios de reparar las distancias entre el bien y el mal en la tierra, categorías indeseables para el director. Veamos lo que expresaba: “Esa película se gestó cuando en el país se desarrollaba esa enorme lucha por saber cuáles eran los buenos, cuáles eran los males. Todos se debatían pensando si el peronismo, si la izquierda, si la derecha... El que elegía el amor estaba perdido”. Para Favio, sólo un elegido era quien podía acercar posiciones contradictorias e irremediables: Nazareno es su forma de resucitar a Perón después de su muerte. Y su propia forma de suplicar que “se dejen de tirar tiros por favor”, como lo hizo desde el palco en la masacre de Ezeiza, a través de la ficción.