lunes, 11 de octubre de 2010

Un paquete

El bar donde Henry toma whisky barato y fuma parece dibujado con tinta china. Está sentado a la ventana, lleva sombrero blanco con cinta negra. Apenas puede levantar la mirada del vaso. De su boca salen gruesos espasmos de humo. Está por largarse a escribir o a llorar.
Vive en París. Mona lo ha dejado con altura: puso en un su mano algunos dólares y un boleto para el próximo barco. "Ve y hazte un Dostoievsky. Adiós". Llegó despachado al viejo continente casi como un paquete, y le gusta pasear por las callejuelas lluviosas de la capital mundial de la literatura su moño colorado, como en carne viva, como un tajo, como la corona de un deshauciado empaquetado y jorobado. Una broma de mal gusto.
Henry sabe que no puede quejarse: ella lo liberó, le abrió las puertas de su mirada plagada de ternura y allí se zambulló aún a riesgo de embarrarse, porque desde siempre supo qué hubo detrás de esos ojos que no puede dejar de ver, aún del otro lado del océano. Va a escribir algo como "nunca supe que hay detrás de esos ojos".
Antes de Mona hubiera tenido suficiente con dormir una sola noche a la interperie. Eso está pensando cuando alza la vista y mira la calle. La libertad a la que Mona lo condujo se traducía en la insensatez con que estaba dispuesto a amar a cualquier precio. Un atizbo de paz, a veces, de vez en cuando, apenas un poco, un silencio, una imagen nueva, diferente, le despierta un sentido de la ubicación.
El resto le sigue dando vueltas. Llama al mozo, que llega con otro trago. Se dice que igual cruzaría a nado el atlántico para tocarla por lo menos otra vez. Hasta se haría cura.