domingo, 12 de septiembre de 2010

El moño en la oreja.

Camila se puso un moño en la oreja, se pintó las uñas de negro y salió a escena con su vestido rojo de siempre, ajustado en las tetas. Afuera soplaba un viento frío y violento. Adentro el humo y las luces cálidas relajaban los cuerpos. Temblaba de fiebre y aún así cantó como nunca la había oído cantar, haciendo emerger su voz como un rayo grueso surgido desde la cavidad más honda del abismo de su pecho. Cantó con una voz en pasado, como si en ello estuviera hablando de su vida, explicándolo todo: la madre de todas las voces con las que supo cantar. La amé más que nunca. Temblé con ella, suspiré de fiebre. Era al fin una artesana de sí misma, había logrado hacerse su propia escultura. Su cuerpo estaba ahora centrado en su voz, ubicado en las coordenadas precisas del universo. Ahora ya no importaba nada. Estaba cantando desde el pasado, desde una caverna vieja de la que había escapado, y a la que ahora le cantaba con ternura, decidida a avanzar cada vez más lejos. Brillaba tanto que obligaba a entrecerrar los ojos encandilados, pero uno la seguía viendo: hacía emerger en los otros ese mismo sentido que ella ya había pulido y desarrollado con hechizos de bruja.
Se había puesto un moño en la oreja. Eso ya hablaba a las claras de lo que quería decir. No había forma de resistirse a empezar a desvertirla por la oreja, con la boca, mordiéndola suavemente y entregado a esperar que su pelo negro cantara también y pudiera entonces pasar cualquier cosa. Ese moño era el nuevo emrbujo que pensaba perpetrar. Su canto se había vuelto una excusa, un engaño vil.
Antes que terminara, me fuí. Sus merengues y boleros se me hacían cada vez más intolerables. Me dolían de una manera especial, como si hubieran tocado un punto secreto y vacío en mí, que no me había animado a ver hasta esa noche. No me hizo llorar. Me hizo entender. Me fuí y el concierto iba a seguir, su voz ya le pertenecía al mundo y un tren me esperaba a la mañana siguiente para irme muy lejos de allí.