sábado, 24 de abril de 2010

Esa noche nos llevaron

“Estábamos en vacaciones de invierno. No recuerdo bien qué hice ese día, aunque seguramente me la pasé estudiando: yo estudiaba mucho, siempre. Esa noche cenamos todos juntos: mi mamá, mi papá, mi hermana y yo.
Fue a la madrugada, cuando estábamos durmiendo. Se escucharon unos golpes muy fuertes en la puerta. Ahí me desperté. Alguien desde la puerta decía que salgamos, que si no salíamos iban a tirar la puerta abajo. Seguramente mi papá fue a abrir la puerta y lo golpearon. Entraron preguntando quién era Graciela, o algo así, no recuerdo bien. Revolvieron toda la casa y se la llevaron de los pelos. Antes, la habían encerrado en el baño un tiempo. Nosotros, en pijama, nos mirábamos sin hablar. Ya sabíamos qué era lo que estaba pasando.
Al rato salió caminando muy tranquila. Nos despidió a todos, uno por uno. A mí me dijo al oído que nunca me olvide de ella.
Pero los tipos se pensaron que me había dicho algo secreto, alguna clave secreta, entonces me agarraron a mí también. Mi papá dijo que a mi no me llevaban; que si no iba él, a mi no me llevaban a ningún lado. Entonces nos llevaron a los cuatro. Nos encapucharon y nos metieron en un camión. Fue todo bastante rápido. Les vi la cara cuando entraron, pero no puedo recordarlas. Cuando nos estaban por subir a la camioneta, tuve la sensación de que mi hermana quiso correr. Yo lo escuché; no pude verlo porque estaba encapuchada. Enseguida la agarraron de vuelta, creo. Ella gritaba que nos dejen, que no teníamos nada que ver. Y lloraba. Fue un segundo.
Incluso habían llevado a un vecino que se había despertado por el barullo y salió a ver qué estaba pasando. Pero lo largaron rápido. Dijo que no era de la familia. Le contestaron que si decía algo volverían a buscarlo a él también.
Vivíamos en la casa de San Vicente 495, en Avellaneda. Yo compartía el cuarto con Graciela, donde hoy está la cocina. Sé que mi hermana militaba en la juventud peronista. Pero como papá no entendía nada de política, en casa no se hablaba mucho de ese tema. Aunque ella siempre hablaba. En el cuarto colgaba fotos del Che y de los Beatles. Tenía un montón de libros -seguramente de política -que guardaba en el almacén de mi mamá, en una pileta, tapados. Mientras estuvimos secuestrados, el tío Néstor los quemó: tenía mucho miedo. Yo tenía 16 años y no me acuerdo de cómo pensaba ella, fue como si me borraran la mente. Recuerdo que cuando se dio el golpe, mamá le decía que se cuide. Ella contestaba que no pasaba nada. Yo creo que ella no nos cuidó. Me cuesta mucho perdonarla.
Puedo llegar a suponer que nos trasladaron a todos juntos a bordo de la misma camioneta. Pero no recuerdo ningún signo de que hubiera habido alguien más que yo. Es raro. Yo temblaba.
Durante una semana o diez días estuve encapuchada y tirada en una colchoneta. Hacía mucho frío y me tapaba con una manta. No podía ver nada con la capucha puesta. Tampoco podía escuchar nada, porque en todo momento sonaba una música muy fuerte. Gracias a las comidas tenía una mínima noción del tiempo: a la mañana me traían mate cocido. Al mediodía y a la noche, sándwich de carne. Me tenían en un cuartito chiquito. No podía estirar las piernas del todo. Por lo que podía percibir a pesar de la capucha, me daba la sensación de que el cuarto estaba situado en un lugar mucho más amplio, como un galpón, y con mucha gente. No recuerdo que haya dormido ni que alguien me haya dirigido la palabra. Pensaba todo el tiempo que me iban a matar; pensaba en cuándo me iban a matar.
Un día me vinieron a buscar. Me levantaron del brazo y me llevaron hasta una oficina horrible, con una mesa de metal en el medio. Dos tipos que estaban parados en la oficina me sacaron la capucha; pensé que me iban a matar. Les pedí por favor que no lo hicieran. Entonces me dijeron que me iban a largar. No puedo recordar sus caras. No estaban vestidos de militares. Por suerte no me tocaron ni nada.
Me largaron en barracas. Suárez y Hornos. Me dieron plata para tomar el colectivo. Tomé el 98 y bajé en el Parque Avellaneda. Ahí me levantaron unos vecinos que me llevaron hasta casa, pero en casa no había nadie.
Llorando, corrí a lo de mi abuela. Por suerte al rato llegó mi mamá. Sonó el teléfono y atendí. Era mi hermana. Dijo que no podía hablar mucho tiempo, pero que le habían dicho que a mi papá también lo habían largado y que pronto iba a volver.
Después supe, por un militar arrepentido, que estuve en la ESMA. Mamá estuvo un mes sin salir de la cama, así que tuve que dejar el colegio para mantener el almacén. Una tarde, mientras atendía, llegó un tipo al negocio que se presentó como uno de los soldados que nos habían llevado aquella noche. Dijo que se iba para córdoba, que no quería estar más en el ejército. Que estuvimos secuestrados en la ESMA, que a mi papá lo habían llevado al hospital, y que de mi hermana ni noticias.
No podíamos preguntarle más. No se podía en ese momento. Visitábamos todas las iglesias y las cárceles, nos decían que tal o cual cura podría saber dónde encontrarlos. La esperanza de que vuelvan estuvo siempre. De ella lo veíamos más difícil; siempre pensamos que al menos él iba a volver. Pero no.”

lunes, 5 de abril de 2010

Insomnio.

La imagen es súbita: tres segundos apenas. Aparece y se esfuma. Vuelve a alumbrarse y otra vez se escapa. M. la persigue en canzoncillos. A la quinta o sexta repetición de la toma, M. logra adivinar que se trata de una habitación. Muchos libros y cuadernos desparramados por el suelo. Paredes blancas, piso de madera. Luces muy blancas, centelleantes. Y otra vez la oscuridad.
Todo el lapso transcurre en silencio. Por momentos la pesadilla se potencia: es como si tuviera los ojos vendados. El corazón, oprimido, le late a mil. No hay miedo, es algo peor. Como si buscara a alguien en aquella habitación ajena, en aqúel espacio que no es de nadie y tal vez no exista. Pero no, otra vez las luces y el silencio y luego las sombras. No parece haber más que eso: libros, cuadernos, papeles desparramados, aire irrespirable, una cama tal vez. Pero nadie mas que M. en esa habitación.
Aunque no la ha soñado todavía, esa pesadilla se sucede todas las noches. Como una idea del vacío. Antes que logre soñarla, M. descubre sus ojos abiertos como dos lámparas, clavados en el techo. Apenas se asoma el sueño, igual que aquella habitación, acude el insomnio. Trata de no pensar. No puede: la escena vuelve, la habitación se ilumina. Trata de escribir. No puede: la escena se escurre de la memoria, la habitación vuelve a la oscuridad.
Entonces suena el despertador. Se supone que un día acaba de nacer, los pájaros cantan y los colectivos viajan llenos de gente. Pero otra vez, como la habitación del sueño, el mundo no dura más que unos segundos encendido, y se apaga. Los ojos se entrecierran. Pide volver a soñar, implora que aquél cuarto lo visite otra vez.
Como una imagen del vacío, como el día de los pájaros y el nacimiento del ruido de los colectivos llenos de gente, como un transitar la memoria de la noche, M. visita el mundo y el día como de noche espiaba aquella habitación de nadie, con los ojos vendados, en calzoncillos, medio muerto, encandilado por la luz blanca y las paredes blancas y el súbito morir de la luz, como la calma, como un suspiro del silencio que se prende y se apaga, se prende y se apaga.

jueves, 1 de abril de 2010

Instantáneas de Yavi.

Yavi. Al este de la Quiaca, los cerros envuelven un pedazo de tierra seca que ha quedado allí, al este, nombrado a un costado, como un lugar o pueblo o pedazo de tierra seca al que siempre se llega, siempre hacia el este. Mas al este, no hay nada más que Yavi.
Al oeste, está el mundo. La Quiaca con su terminal de tren abandonada, su comercio de pulgas, la frontera con Bolivia, un pequeño alboroto de ciudad, las casas populares construídas por Milagro Sala, pintadas piqueteras, calles asfaltadas, ruido; los remises que llevan turistas desde el mercado de pulgas hacia Yavi, tomando la ruta hacia el este. Y volviendo.
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Yavi es un pueblo en el que alguien puede suponer, sentado a la vereda de la única calle o avenida principal o boulevard de piedra, o bien recostado a la sombra de un árbol, que nunca nadie ha muerto atropellado en este pueblo, ni ha sufrido un accidente de tránsito más severo que irse de boca al suelo tras perder el equilibrio a bordo de una bicicleta sobrecargada de frutas o leña o papa o cualquier otra cosa que se necesite. Pero que uno nunca va a ser ese de la bicicleta accidentada: desde que uno llega como turista a un pueblo perdido que vive del turismo, es como el nuevo hijo único del lugar. Todo se mueve para uno. Los comedores improvisados en casas de familia, los hospedajes improvisados en las habitaciones detrás de los comedores; los almacenes abiertos desde muy temprano hasta altas horas de la noche, donde comprar desde fiambre hasta una damajuana; el único teléfono de todo el pueblo abierto desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche, que es sencillamente entregado a los visitantes sin chistar; los remises para llegar y para irse. Uno es dueño de elegir, es dueño del lugar. Lo que pide, lo tiene. No se sabe muy bien cómo sucedió, pero ha corrido la sabrosa noticia de que en Yavi se come buenos corderos. Entonces, los pueblerinos toman la ruta hacia el oeste, llegan a las carnicerías de la Quiaca en busca de cordero, y otra vez vuelven hacia el este para satisfacer los estómagos de franceses, yankis e incluso de los propios quiaqueños en vacaciones.
Yavi es entonces un pedazo de tierra o pueblo, como tantos otros, que es huérfano. Los que nacen allí lo toman como una prueba de fuerza, y no desean permanecer allí mucho tiempo. Los que lo hacen es por obligación, y desde hace tiempo planean la forma de escaparse como los presos, haciendo un boquete en el destino hacia el oeste o aferrándose a sus barrotes como en una toma, como una garrapata aferrada al cuero de un perro vagabundo y hambriento, a la espera de una solución obligada.
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En el mundo de la internet Yavi no ocupa más que una breve reseña en un portal turístico acompañada de fotos tan pintorescas como pretenciosas.
«A16 Km. al este de La Quiaca, por ruta asfaltada. Este pueblo, totalmente construido en adobe es un oasis en la aridez de la Puna. Sobre la ruta tradicional al Alto Perú, en 1647 instala su residencia allí el encomendero Pablo Bernardez de Ovando. En 1690 termina la construcción de una magnificente iglesia, consagrada a San Francisco, que podemos hoy admirar prácticamente tal cual era entonces. Sus líneas arquitectónicas son de gran sencillez y belleza. El púlpito, los altares y los retablos son realzados por una cubierta de oro a la hoja. Cuadros y notables esculturas en madera fueron traídas desde el Cuzco….»
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La calle que lleva al camping donde dormimos con un amigo durante cinco noches, se llama León Gieco. Supusimos que en su gira por todo el país, León habría dado un concierto en el pueblo, o dejado alguna marca histórica. Nos reímos de eso. Tal vez, todos los niños del pueblo sean sus hijos, bromeamos mientras llevábamos dos vinos rumbo al camping y yo pensaba seriamente y con tristeza sobre la tragedia del olvido. Era de noche y el cielo era inmenso y oscuro, estaba nublado y no se veían las estrellas ni la luna.
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Una tarde decidimos ir más hacia el este. La única forma de hacerlo era siguiendo el río. Se llegaba al río tomando a fondo el boulevard, que terminaba en una colina que bajaba empinadamente hasta desembocar en una roca gigante que daba la impresión de ser una cueva, o al menos eso pensé. Antes de emprender camino, entramos a un almacén a comprar agua mineral y unas frutas. El viaje iba a ser largo, si es que el este terminaba en algún punto. En la entrada del local había tres hippies o seres humanos extravagantes y muy, muy drogados. Eran dos chicas que hablaban con un acento caribeño y un chico que se comportaba como un chimpancé, emitiendo sonidos tipo "¡aoouh!, ¡aoouh!" y dejando colgar sus brazos y moviendo graciosamente su mandíbula. Los ojos les brillaban tanto que encandilaban, y su postura era mística. Una de ellas, rubia de trensas largas rastafris, dijo:
-Vamos a la cueva, chico. A vivir como en la prehistoria.
Supuse que era una invitación. Con mi amigo no supimos qué responder, o más bien no supimos de qué manera hacerlo. De verdad queríamos ir. Una cantidad impresionante de ideas dieron vueltas por mi cabeza sobre qué podría ocurrirnos con esos tres hermosos dementes, cómo vivir meses enteros a lo primitivo o simeplemtne unos segundos, cómo les haría el amor a lo primitivo también, en medio de aquél río que todavía no conocíamos y que ya estaba imaginando; qué drogas tomaríamos, formas de extinguir el este y, en medio de toda esa nube de pensamientos, cómo comunicarme con ellos desde la tierra.
Cuando me di cuenta, ya se habían marchado.
Días después, llegó al camping el muchacho-mono. Su rostro había cambiado. De aquella alegría aventurera del almacén, había mutado a una preocupación oscura. Preguntó si alguien había visto a dos muchachas con tono caribeño, mal vestidas o desnudas, que se habían ido río arriba hacia los límites de la realidad.