jueves, 15 de julio de 2010

Qué será de Analía.

No recuerdo el rostro de Analía; sí su pelo espeso y enrulado, largo, pegajoso por las golosinas, y la recuerdo como mi chica de la primer infancia, con su bufanda bordó a cadritos y cubierta por una campera deportiva azul, pedalendo en su bicicleta, enorme para mi altura. Y recuerdo cómo yo pedalaba con rabia mi cuatriciclo, lento, pesado y diminuto, para poderle ver la cara, corriéndola siempre desde atrás.
Analía era fea. Nos dimos un piquito, creo, pero ese detalle es intrascente, porque ahora que trato de recordarla y escribirle sé que la he besado, aunque lo invente. Tenía muchas pecas rosadas, pero no llegaba a dar el tipo de las pelirrojas. Supongo que hoy, crecidita, tendrá esa misma piel blanca como la leche que en mi recuerdo quedó marcada por las tardes de invierno, el aslfato gris del barrio triste del conurbano donde crecimos, lleno de hojas secas y viejos asomados a las ventanas.
Los viejos tenían su mate y a nosotros, que tal vez reíamos y con seguridad gritábamos por las sorpresas que cada esquina nos preparaba sobre ruedas; y nosotros teníamos a los viejos que nos miraban, obsesivos, detrás de las cortinas, a Analía con sus piernecitas tiernas y su pelito aniñado, y a esa futura pija nueva que era otro machito como yo, a punto de mandar al diablo mi medio de transporte de plástico, para pasar a los fierros fríos de bicis cada vez más grandes y posteriormente al trabajo duro. Todos éramos una gran familia, la de los vecinos de las calles de la estación de trenes.
Los viejos le mirarán ahora las tetas; Analía nunca se fue del barrio, tengo entendido. Imaginarán debajo de sus ropas pezones duritos y rozados como sus pequitas de antes, coronando dos tibias corazas de piel blanda y blanca y lechosa que se desborda del sostén como un asmático buscando aire; pensarán, los puedo adivinar, que no hubo ni habrá por esos laberintos de la vida en forma de barrio tesoros más bellos e inalcalnzables, por los cuales entregar la vida a cambio. Los puedo ver soñar en la vereda, sus ojos fijos y delatores, con vestirse de Colón y conquistar ese par de paraísos prohibidos, y meterse nuevamente adentro para calmar la erección de la misma forma que yo lo hice recién al pensar en Analía, la de las tetas rubíes y rulos espesos.
Las vías del tren tampoco se fueron. La locomotora retumba en las paredes de las casas cada 15 minutos, igual que siempre, desafiandolos a ellos, demostrándoles que hay cosas que en serio nunca mueren, ni nacen, que están ahí antes que el barrio de toda la vida y que uno se muere antes de ver y escuchar otro medio de transporte. Yo caí a la vida, o broté o me desterraron de la nada a ese lugar del mundo tan real, con los viejos, el tren, Analía, las bicis, las calles tristes, las ventanas, los asombros, con una precisión que me asusta. Tanto, que lo único real siempre fue Avallenada, ese pedazo de realidad en esa precisa coordenada del tiempo y la vida, que se desvanece a cada paso, a cada libro, trago, temor, a cada ternura entregada a la muerte y sus conquistas. Eso de lo que nunca me he despedido en realidad, aunque escriba todo esto, su recuerdo, y las tetas de Analía y todo lo demás.