jueves, 1 de abril de 2010

Instantáneas de Yavi.

Yavi. Al este de la Quiaca, los cerros envuelven un pedazo de tierra seca que ha quedado allí, al este, nombrado a un costado, como un lugar o pueblo o pedazo de tierra seca al que siempre se llega, siempre hacia el este. Mas al este, no hay nada más que Yavi.
Al oeste, está el mundo. La Quiaca con su terminal de tren abandonada, su comercio de pulgas, la frontera con Bolivia, un pequeño alboroto de ciudad, las casas populares construídas por Milagro Sala, pintadas piqueteras, calles asfaltadas, ruido; los remises que llevan turistas desde el mercado de pulgas hacia Yavi, tomando la ruta hacia el este. Y volviendo.
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Yavi es un pueblo en el que alguien puede suponer, sentado a la vereda de la única calle o avenida principal o boulevard de piedra, o bien recostado a la sombra de un árbol, que nunca nadie ha muerto atropellado en este pueblo, ni ha sufrido un accidente de tránsito más severo que irse de boca al suelo tras perder el equilibrio a bordo de una bicicleta sobrecargada de frutas o leña o papa o cualquier otra cosa que se necesite. Pero que uno nunca va a ser ese de la bicicleta accidentada: desde que uno llega como turista a un pueblo perdido que vive del turismo, es como el nuevo hijo único del lugar. Todo se mueve para uno. Los comedores improvisados en casas de familia, los hospedajes improvisados en las habitaciones detrás de los comedores; los almacenes abiertos desde muy temprano hasta altas horas de la noche, donde comprar desde fiambre hasta una damajuana; el único teléfono de todo el pueblo abierto desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche, que es sencillamente entregado a los visitantes sin chistar; los remises para llegar y para irse. Uno es dueño de elegir, es dueño del lugar. Lo que pide, lo tiene. No se sabe muy bien cómo sucedió, pero ha corrido la sabrosa noticia de que en Yavi se come buenos corderos. Entonces, los pueblerinos toman la ruta hacia el oeste, llegan a las carnicerías de la Quiaca en busca de cordero, y otra vez vuelven hacia el este para satisfacer los estómagos de franceses, yankis e incluso de los propios quiaqueños en vacaciones.
Yavi es entonces un pedazo de tierra o pueblo, como tantos otros, que es huérfano. Los que nacen allí lo toman como una prueba de fuerza, y no desean permanecer allí mucho tiempo. Los que lo hacen es por obligación, y desde hace tiempo planean la forma de escaparse como los presos, haciendo un boquete en el destino hacia el oeste o aferrándose a sus barrotes como en una toma, como una garrapata aferrada al cuero de un perro vagabundo y hambriento, a la espera de una solución obligada.
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En el mundo de la internet Yavi no ocupa más que una breve reseña en un portal turístico acompañada de fotos tan pintorescas como pretenciosas.
«A16 Km. al este de La Quiaca, por ruta asfaltada. Este pueblo, totalmente construido en adobe es un oasis en la aridez de la Puna. Sobre la ruta tradicional al Alto Perú, en 1647 instala su residencia allí el encomendero Pablo Bernardez de Ovando. En 1690 termina la construcción de una magnificente iglesia, consagrada a San Francisco, que podemos hoy admirar prácticamente tal cual era entonces. Sus líneas arquitectónicas son de gran sencillez y belleza. El púlpito, los altares y los retablos son realzados por una cubierta de oro a la hoja. Cuadros y notables esculturas en madera fueron traídas desde el Cuzco….»
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La calle que lleva al camping donde dormimos con un amigo durante cinco noches, se llama León Gieco. Supusimos que en su gira por todo el país, León habría dado un concierto en el pueblo, o dejado alguna marca histórica. Nos reímos de eso. Tal vez, todos los niños del pueblo sean sus hijos, bromeamos mientras llevábamos dos vinos rumbo al camping y yo pensaba seriamente y con tristeza sobre la tragedia del olvido. Era de noche y el cielo era inmenso y oscuro, estaba nublado y no se veían las estrellas ni la luna.
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Una tarde decidimos ir más hacia el este. La única forma de hacerlo era siguiendo el río. Se llegaba al río tomando a fondo el boulevard, que terminaba en una colina que bajaba empinadamente hasta desembocar en una roca gigante que daba la impresión de ser una cueva, o al menos eso pensé. Antes de emprender camino, entramos a un almacén a comprar agua mineral y unas frutas. El viaje iba a ser largo, si es que el este terminaba en algún punto. En la entrada del local había tres hippies o seres humanos extravagantes y muy, muy drogados. Eran dos chicas que hablaban con un acento caribeño y un chico que se comportaba como un chimpancé, emitiendo sonidos tipo "¡aoouh!, ¡aoouh!" y dejando colgar sus brazos y moviendo graciosamente su mandíbula. Los ojos les brillaban tanto que encandilaban, y su postura era mística. Una de ellas, rubia de trensas largas rastafris, dijo:
-Vamos a la cueva, chico. A vivir como en la prehistoria.
Supuse que era una invitación. Con mi amigo no supimos qué responder, o más bien no supimos de qué manera hacerlo. De verdad queríamos ir. Una cantidad impresionante de ideas dieron vueltas por mi cabeza sobre qué podría ocurrirnos con esos tres hermosos dementes, cómo vivir meses enteros a lo primitivo o simeplemtne unos segundos, cómo les haría el amor a lo primitivo también, en medio de aquél río que todavía no conocíamos y que ya estaba imaginando; qué drogas tomaríamos, formas de extinguir el este y, en medio de toda esa nube de pensamientos, cómo comunicarme con ellos desde la tierra.
Cuando me di cuenta, ya se habían marchado.
Días después, llegó al camping el muchacho-mono. Su rostro había cambiado. De aquella alegría aventurera del almacén, había mutado a una preocupación oscura. Preguntó si alguien había visto a dos muchachas con tono caribeño, mal vestidas o desnudas, que se habían ido río arriba hacia los límites de la realidad.

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